Para buscar en este blog

Buenos Aires, ciudad educadora

lunes, 1 de junio de 2009

De cómo la arquitectura crea cierto tipo de ciudadanía

A lo largo de 40 meses, durante la década del 30, un arquitecto de origen siciliano sembró el sudoeste de la provincia de Buenos Aires de edificaciones tan bizarras como monumentales. Sólo construía mataderos, cementerios y palacios municipales. Para poblar la pampa de estas demenciales moles futuristas, sus grandes aliados fueron el hormigón (“la piedra líquida”) y un gobernador fascista que pretendía “dignificar la región”.






Por Juan Forn






Estamos en 1936, y las obras públicas (de edificios y caminos) son uno de los motores esenciales para la reactivación económica, en un país aún azotado por el crac mundial del 29. Bajo el lema “Dios, Patria y Hogar”, el gobernador Manuel Fresco (un hombre cuyas simpatías fascistas lo llevaban a saludar públicamente con el brazo en alto, además de ensalzar sin pudor al Duce), decide encarar un ambicioso plan de edificaciones en los 110 municipios de provincia, para “dignificar el perfil oficial y paisajista de la región”. Mientras el “patricio” ministro de Obras Públicas José María Bustillo adjudica a su hermano, el arquitecto Alejandro Bustillo, la magna tarea de urbanizar la playa Bristol en Mar del Plata, queda para Fresco el enorme patio trasero que era el sudoeste de la provincia, y éste elige a Salamone (un arquitecto e ingeniero civil de quien no está muy claro si nació en Buenos Aires el 5 de junio de 1898, en el pueblo Leon Forte, de Catania, un año antes exactamente) para “consolidar urbanísticamente” todos aquellos humildes asentamientos que, hasta los años 30, seguían siendo sucedáneos de los fortines defensivos que se habían levantado a fines del XIX para protegerse del indio, o bien habían nacido como puntos intermitentes de concentración sembrados cada cincuenta kilómetros por la avanzada del ferrocarril.


De la noche a la mañana, Salamone se convierte en el proyectista más activo en toda la provincia (por entonces circulan dos dichos populares; uno de ellos dice: “Lo que Fresco dispone lo construye Salamone”; el otro corrige: “No se mueve un ladrillo sin que lo diga Bustillo”). Mientras Bustillo redefine “elegantemente” Mar del Plata con el estilo neoclásico que imprime al Casino, el Hotel Provincial, el Municipio y la gran Rambla con su plaza seca, piletas cubiertas y enormes vestidores en sus balnearios (una tarea que le llevó diez años enteros), a Salamone le alcanzan menos de cuarenta meses para la titánica tarea de poblar los pueblos perdidos de la pampa de edificaciones monumentales e imposibles de definir estilísticamente. A esa combinación delirante de elementos del art déco y el futurismo, del funcionalismo racionalista y el clasicismo monumentalista (aplicada a edificaciones tan simbólicas como mataderos, cementerios y palacios municipales) hay que sumarle el efecto que producen esas elefantiásicas y aluvionalmente mestizas construcciones sobreimpresas al inalterable horizonte pampeano, empequeñeciendo aún más esos pueblos de casas chatas y escasas calles. Por si todo esto fuera poco, la obra de Salamone plantea dos problemas adicionales a los estudiosos de la arquitectura: 1) que el tipo no dejó un solo escrito teórico o apunte personal fundamentando el porqué de esa decisión estilística (lo que deja a los estudiosos pedaleando en el aire, a tal punto que el investigador del Conicet Dardo Arbide puede reivindicarlo como producto puro del Cubismo Checo; el profesor Mario Sabugo opta por bautizarlo como Futurismo Populista Bonaerense, y el mencionado Belucci habla en cambio de lo anticipatorio que es Salamone del estilo iconográfico de Las Vegas y Disneylandia); y 2) el espíritu ideológico que originó el megalómano proyecto y terminó “envolviéndolo” (a falta de reflexiones del propio Salamone), atribuible al fascista Fresco.




No es casualidad que las obras de Salamone se centraran en tres instituciones-eje en la vida de los pueblos pampeanos, como cementerios, mataderos y municipios. En el proyecto de Fresco, era imperativo que el municipio se convirtiera en el corazón urbano de cada pueblo (así como el matadero y el cementerio debían “anunciar” la entrada y la salida del centro urbano, uno en cada extremo). En cuanto a los municipios, la elección que hace Salamone del monumentalismo (en lugar de alguna variante aggiornada del cabildo con recovas o el palacete neoclásico) apunta a transmitir el paternalismo estatal con su nuevo signo de eficiencia administrativa (“la máquina de tramitar”). A tal punto el municipio debe regir simbólicamente las vidas del pueblo que el arquitecto remata la construcción con una torre que supera en altura hasta el campanario de la iglesia, a la que corona con un inmenso reloj (ya no es la evolución del sol sino el municipio el que da la hora “oficial”). En cuanto a los mataderos, debían ser símbolo orgulloso de la nueva industria, con la creciente mecanización del faenado y la imposición de mayores medidas sanitarias, desde las salas azulejadas hasta las bombas eléctricas y los laboratorios (en este caso, a falta de signos visibles exteriores fuera de los corrales, Salamone optó por convertir la fachada del matadero en verdaderas ornamentaciones simbólicas, a las que imprimió forma de enormes cuchillas verticales). En cuanto a los cementerios, tener familia enterrada consolidaba el sentido de pertenencia a ese asentamiento urbano de parte de los sobrevivientes. Para consolidar ese vínculo, Salamone opta por enfatizar casi operísticamente la frontera entre la ciudad de los muertos y la ciudad de los vivos, edificando enormes portales de acceso (con gigantescos cristos cubistas y ángeles guardianes, o monumentales inscripciones RIP en letras de granito negro que alcanzan por sí solas los quince metros, a los que hay que sumar la altura del portal que las contiene).


El gran aliado material de Salamone en esta tarea fue el hormigón (llamado por entonces “piedra líquida”), una innovación que permitía no sólo conquistar las alturas sino de elocuencia hasta entonces inimaginable. A eso le sobreimprimía revoques lisos y uniformemente blancos (el color democrático, además de económico). También se encargaba obsesivamente del diseño de los interiores, combinando siempre geométricamente pisos de granito (que venía de las canteras de las sierras pampeanas), con aberturas de hierro, metales cromados y opalinas en los artefactos lumínicos y carpinterías en nogal. Los baños eran de diseño igualmente funcional y luminoso, con azulejos de piso a techo y griferías sin molduras innecesarias (vale aclarar que, en el caso de los muebles, sus diseños no eran especialmente felices, ni en innovación ni en comodidad, como puede verse en la silla oficial del intendente de Laprida, cuyo respaldo altísimo repite los trazos de la torre que remata la sede municipal).


La tremenda ironía es que, mientras Bustillo se dedicaba a inaugurar en Buenos Aires el tedioso edificio del Banco Nación, que según sus propias declaraciones a la prensa “fijaba el punto de partida del Estilo Clásico Nacional Argentino” (sic), las demenciales moles de hormigón de Salamone se alzaron en localidades ínfimas, además de perdidas (en la mayoría de los casos su población no alcanzaba al millar de habitantes, como Salliqueló, Urdampilleta, Saldungaray, Puán, Laprida, Lobería, Cacharí, Carhué o Carlos Pellegrini), casi “a espaldas” del progreso pretendido prepotentemente por el gobernador Fresco. Aun así, hay anécdotas legendarias, como la que se cuenta en Laprida, donde el caudillo del pueblo, un tal Martínez, que había llegado a intendente, interceptó al mejor estilo cuatrero el tren que llevaba más al Sur (aparentemente a Bahía Blanca) las piezas desarmadas de lo que sería el enorme frontispicio de la necrópolis local, y a punta de pistola ordenó: “El cementerio se queda acá”.




Con la intervención que hace Castillo a la gobernación provincial en 1940, queda interrumpido de cuajo el proyecto urbanístico de Fresco. Salamone no se queda en la calle precisamente: de hecho, sigue trabajando para el gobierno, pero en las provincias del Norte, con la empresa de pavimentación que había creado con uno de sus hermanos, y dedicado exclusivamente al trazado de caminos (misteriosamente, se abstiene de encarar toda edificación). Las nuevas autoridades lo fuerzan, poco después, a exiliarse de apuro en Montevideo, acusado de irregularidades en su relación con el gobierno provincial (aquí nuevamente discrepan los estudiosos, pero el proceso judicial no se debe a su relación con Fresco –si bien el caudillo provincial no sólo salteó siempre a la Dirección de Arquitectura a la hora de contratar a Salamone, sino que además le aplicaba un sistema “especial” de liquidación– sino por una de las licitaciones de caminos en Tucumán). Lo cierto es que, luego de casi tres años de proceso, Salamone es sobreseído y vuelve a Buenos Aires, “reivindicado su buen nombre”. Esto incluye, al menos tácitamente, el aspecto ideológico: si bien en la inauguración oficial de las obras en Tornquist, con presencia y discurso del inefable Fresco, flamearon, según la prensa local, banderas con la svástica nazi en manos de la gran colectividad germana de la zona (cabe aclarar que estamos hablando de 1938, y que por entonces la bandera “oficial” alemana era la bandera del Reich), en ninguno de los trabajos que he leído sobre Salamone aparece la menor evidencia sobre sus simpatías políticas, fuera de su temprana filiación (y pronto desencanto) con el Partido Radical. Que quede claro: tampoco estamos hablando de un progresista precisamente. Hasta su muerte, en 1959, Salamone tuvo una tertulia vespertina en su palacete de la calle Uruguay al 1200, frecuentada por el historiador Levene, el inefable Arturo Capdevilla (a quien algunas maestras de escuela aún deben definir como escritor) y un monseñor Lafitte, entre sus miembros más conspicuos. Seguramente hay una relación directa entre esas tertulias y la empecinada abstención de nuevas construcciones monumentalistas de parte de Salamone, pero ése es otro de los misterios que rodea al personaje. Si bien después del exilio su actividad profesional se mantuvo acotada a la empresa de pavimentación (suprimiendo el título de arquitecto de sus sellos y ahora participando sólo de licitaciones de vecinos, no estatales), hay al menos dos edificios en Buenos Aires que llevan su firma, aunque el tiempo se encargó de anonimizarlos, cada uno a su manera: a uno de ellos, ubicado en la esquina de avenida Alvear y Ayacucho, le sacaron la placa con su firma cuando le blanquearon la fachada; el otro, en la calle Zufriategui, que fue sede de su empresa de pavimentación, corrió suerte similar al quedar bajo la sombra de la unión de las avenidas General Paz y Libertador cuando se construyó el puente de la Lugones. En cuanto a sus edificaciones más conspicuas, las que pueblan fantasmalmente la provincia, todas salvo una (una fuente frente al palacio municipal de Balcarce, que el pueblo llamaba “la torta de bodas”, y que fue derrumbada por el gobierno posterior) siguen en pie. Los mataderos están en su mayoría abandonados y en algunos casos aislados por el deterioro en los caminos causado por las inundaciones, salvo el de Azul (que hoy es el hogar de perros abandonados de la ciudad), el de Pringles (convertido en simpático museo de carruajes) y el de Balcarce (que ha mutado en capilla dedicada a San Cayetano). Las sedes municipales siguen albergando a las autoridades y los cementerios siguen albergando a los muertos, roídos lentamente por el descuido y el burocrático paso del tiempo, incluso el de Laprida, que supo conseguir el caudillo Martínez a punta de pistola.